Eran las 10. 30 de la noche, y como todos los días, Simona ya estaba detrás de las cortinas con los ojos fijos en la ventana del departamento de enfrente. Vigilaba, observaba cada uno de los movimientos que realizaban sus desconocidos vecinos. “Seguro han tenido un día mejor que el mío”, pensaba siempre.
Esa noche había cenado sola, nada más que una sopa de pollo que había sobrado del día anterior. Se había cruzado con Roberto hacía unas horas, en el tren de regreso su hogar, y él la había invitado al cine. Pero Simona lo rechazó una vez más, en realidad él nunca le había gustado.
Sonó el teléfono. Simona no atendió. Entrecerró los ojos para poder ver mejor a través de las cortinas. El departamento de enfrente tenía las luces encendidas, y podía oírse desde lejos música que provenía de allí. Pero Simona no podía distinguir a ninguna persona, sólo se veían sombras. Tal vez era un hombre aquel que parecía barrer el suelo, o quizás una adolescente aprendiendo a bailar. Intentar descifrar esos enigmas mantenía a Simona concentrada.
De pronto se oyó un ruido fuerte que provenía de la cocina. Simona se alejó de la ventana y fue a revisar. Había dejado la pequeña ventana de arriba del lavabo abierta y un gato marrón se había aventurado a entrar. Cuando la dueña de casa lo encontró, estaba lamiendo las sobras de comida adherida a los platos sucios. Lo tomó con ambas manos, lo llevó de nuevo hasta la ventana, y la cerró con un brusco movimiento.
Cuando volvió a su punto de observación, las luces del departamento de enfrente estaban apagadas, y la música ya no se oía. Simona suspiró, y se frotó los ojos con sus dedos. Se dirigió a su habitación, y sin cambiarse de ropa se acostó en su cama dispuesta a dormir. “Seguro han tenido un día mejor que el mío”, pensó, y apagó el velador.